Lc 1,1-4.4,14-21
Ilustre Teófilo: Puesto que muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores de la palabra, también yo he resuelto escribírtelos por su orden , después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que ha recibido. En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, ya los ciegos, la visa; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor ». Y, enrollándolo el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír»
No nos engañemos, Jesús no fue «sabio» de repente. Durante 30 años rezó y meditó sobre Dios. La predicación de Juan Bautista y el retiro que hizo después (los 40 días en el desierto) le «mueven» a compartir con los demás sus meditaciones. Jesús comprende que es necesario que explique a todos cómo cree que es Dios y cómo cree que debe ser entendida la religión. Esta es su vocación.
Una vocación que queda perfectamente descrita en el pasaje del profeta Isaías, por eso dice:
– Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.
¿Dentro de las actividades de cada día, yo soy capaz de meditar? ¿De preguntarme que quiere Dios de mí?
¿O quizás soy un creyente que vive como un ateo?
Id por todo el mundo…
Estas palabras están dichas para mí.
Soy continuador de tu obra.
Soy tu compañero en la misión.
Gracias, Jesús.
Me encuentro emocionado por tu confianza.
La mies es mucha y los braceros pocos.
Quiero ser uno de ellos.
Muchas personas están caídas y pasamos de largo.
Quiero ser el buen samaritano.
Conviérteme primero a mí,
Para que yo pueda anunciar a otros la Buena Noticia.
Dame AUDACIA.
En este mundo escéptico y autosuficiente,
tengo vergüenza y miedo
Dame ESPERANZA.
En esta sociedad recelosa y cerrada,
yo también tengo poca confianza en las personas.
Dame AMOR.
En esta tierra insolidaria y fría,
Dame CONSTANCIA.
En este ambiente cómodo y superficial,
yo también me canso fácilmente.
Conviérteme primero a mí,
para que yo pueda anunciar a otros la Buena Noticia.
Gracias, Jesús.
Me encuentro emocionado por tu confianza
Loidi, P. (a)
El sacerdote anunció que el domingo siguiente vendría a la iglesia el mismísimo Jesucristo en persona y, lógicamente, la gente acudió en tropel a verlo. Todo el mundo esperaba que predicara, pero él, cuando fue presentado, se limitó a sonreír y dijo: «Hola». Todos, y en especial el sacerdote, le ofrecieron su casa para que pasara aquella noche, pero él rehusó cortésmente todas las invitaciones y dijo que pasaría la noche en la iglesia. Y todos pensaron que era muy apropiado.
A la mañana siguiente, a primera hora, salió de allí antes de que abrieran las puertas de la iglesia. Y cuando llegaron el sacerdote y el pueblo, descubrieron horrorizados que su iglesia había sido profanada: las paredes estaban llenas de «pintadas» con la palabra «¡CUIDADO!». No había sido respetado un solo lugar de la iglesia: puertas y ventanas, columnas y púlpito, el altar y hasta la Biblia que descansaba sobre el atril. En todas partes, ¡CUIDADO!, pintado con letras grandes o con letras pequeñas, con lapicero o con pluma, y en todos los colores imaginables. Dondequiera que uno mirara, podía ver la misma palabra: «¡CUIDADO, cuidado, cuidado,…!»
Ofensivo. Irritante. Desconcertante. Fascinante. Aterrador. ¿De qué se suponía que había que tener cuidado? No se decía. Tan sólo se decía: «¡CUIDADO!» El primer impulso de la gente fue borrar todo rastro de aquella profanación, de aquel sacrilegio. Y si no lo hicieron, fue únicamente por la posibilidad de que aquello hubiera sido obra del propio Jesús.
Y aquella misteriosa palabra, «¡CUIDADO!», comenzó, a partir de entonces, a surtir efecto en los feligreses cada vez que acudían a la iglesia. Comenzaron a tener cuidado con las Escrituras, y consiguieron servirse de ellas sin caer en el fanatismo. Comenzaron a tener cuidado con los sacramentos, y lograron santificarse sin incurrir en la superstición. El sacerdote comenzó a tener cuidado con su poder sobre los fieles, y aprendió a ayudarles sin necesidad de controlarlos. Y todo el mundo comenzó a tener cuidado con esa forma de religión que convierte a los incautos en santurrones. Comenzaron a tener cuidado con la legislación eclesiástica, y aprendieron a observar la ley sin dejar de ser compasivos con los débiles. Comenzaron a tener cuidado con la oración, y ésta dejó de ser un impedimento para adquirir confianza en sí mismos. Comenzaron incluso a tener cuidado con sus ideas sobre Dios, y aprendieron a reconocer su presencia fuera de los estrechos límites de su iglesia.
Actualmente, la palabra en cuestión, que entonces fue motivo de escándalo, aparece inscrita en la parte superior de la entrada de la iglesia, y si pasas por allí de noche, puedes leerla en un enorme rótulo de luces de neón multicolores.
Anthony de Mello. LA ORACION DE LA RANA 1. Ed. Sal Terrae. Santander 1988