VIVIR A FONDO | CICLO B – XI DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

10 junio 2024

Mc 4, 26-34
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
«El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega.»
Dijo también:
«¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas.» Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
El Reino es llamado a extenderse y llegar a todo el mundo.
No desde la magnificencia, sino desde la pequeñez de las cosas sencillas.
Más allá de los éxitos y fracasos humanos la fuerza vital del Reino de Dios crece progresivamente desde el silencio. A pesar de ello, encontramos también la necesaria participación de los hombres y de las mujeres reflejada en la parábola en la figura del agricultor.
Jesús, para ayudaros en vuestra misión no habéis escogido hombres extraordinarios. Son personas de la calle, sencillas y abiertas, capaces de comprometerse y acoger la novedad del Reino de Dios, un reino de amor y de solidaridad, donde las personas ocupan el primer lugar.
Para trabajar con vos sólo exigís que creamos en el amor de Dios y en la persona y que adoptemos el amor como norma de comportamiento; nos pedís un amor que libera del mal y que perdona como Dios perdona; un amor que no tiene límites ni fronteras; un amor que está dispuesto a dar la vida.
Aquí me tenéis; soy débil, pero tengo buena voluntad. Ayudadme a aceptar vuestra buena nueva y a anunciar, con sencillez y generosidad, el Reino de Dios a los hermanos, para que todos vivan de acuerdo con lo que son.
En un pueblo recóndito de la India, donde casi no se conocen las frutas, un niño hizo un encargo a una señora. Ésta, como pago, le regaló un precioso racimo de uvas. El niño colocó el racimo entre sus manos. Aquella tarde calurosa, ¡qué bien le venía ese racimo! Pero el niño pensó: “mi padre está trabajando en el campo y estará cansado y sediento. Le llevaré a él el racimo”. El padre lo recibió con mucha alegría, pero pensó: “lo guardaré para mi hija cuando me traiga la merienda. Ella está sin hambre y quizás se las coma a gusto”. Cuando la niña recibió el racimo de manos de su padre, gritó de felicidad. Pero de vuelta a casa, durante el trayecto, pensó: “guardaré este racimo para mi madre, la pobre estará cansada… y casi no se puede permitir comer fruta” Aquella noche, cuando toda la familia acabó de cenar, la madre anunció: “¡tengo una sorpresa de postres…!”. Y puso sobre la mesa aquel precioso racimo de uvas que nadie había comido durante el día.
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