VIVIR A FONDO | CICLO A – SANTÍSIMA TRINIDAD

29 mayo 2023

Jn 3,16-18

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.

En el evangelio de hoy Jesús está hablando con un maestro judío, llamado Nicodemo.

No conversan sobre los problemas conflictivos de la Ley judía. Jesús centra la atención en temas de los que apenas se habla en Israel: cómo «renacer» a una vida nueva, qué camino seguir para «tener vida eterna».

De pronto Jesús pronuncia unas palabras que trascienden cualquier conversación humana, y resumen de manera grandiosa todo el misterio que se encierra en él: «Dios no envió a su Hijo al mundo para que el mundo fuera condenado, sino para salvarlo por medio de él».

Las palabras de Jesús destacan el inmenso y universal amor de Dios. No podía ser de otra manera. Dios ha amado al mundo, no sólo a Israel, a la Iglesia, los cristianos… Ha enviado a su Hijo, no para condenar, sino para salvar, no para destruir, sino para dar vida eterna. Lo sepa o no, el mundo existe, evoluciona y progresa bajo la mirada amorosa de Dios.

El “mundo” del que habla Jesús se refiere a la humanidad que necesita ser salvada. La palabra «mundo», sobre todo en los capítulos 13-17 de Juan, señala una oposición compacta y radical contra Jesús. En este sentido, ni Jesús es del mundo ni los discípulos son. Pero Dios ama al mundo y le envía a su Hijo, y también los creyentes serán enviados al mundo. Que Dios dé «a su Hijo único» por «amor al mundo», quiere decir que se ofrece él mismo, que da su propia vida. El designio de Dios es, exclusivamente, la salvación y la vida; este designio salvador de Dios, además, es universal, es para todos. Nadie queda excluido de su amor.

La expresión «condenar»: la palabra griega así traducida significa tanto «condenar» como «juzgar». Aquí sirve para resaltar más la misión del Hijo de Dios, que ha venido a «salvar», ya que esta palabra significa todo lo contrario.

El «juicio» (o «condena») significa que la presencia de Jesucristo como luz del mundo hace que tengamos que decidir si acogemos o rechazamos su salvación, su amor, su persona, su estilo y el Reino que anuncia. Es este el juicio: no que él haga de juez sino que nos provoca para que nosotros mismos decidamos. Algo de esto tiene el «juzgar» de la Revisión de Vida, donde no juzgamos a nadie sino que es el espacio en el que somos urgidos por la «luz» de Jesucristo a decidir, a concretar, a actuar.

«Creer» es una palabra que sale muchas veces en Juan. Tiene un sentido bien preciso: acoger a Jesús, su palabra, su estilo de vida. Solamente después de la glorificación de Jesús se puede hablar de creencia. Juan lo remarca de diversas formas y lo enseña mediante la promesa del Espíritu: sólo después de la venida del Espíritu será posible creer en Jesús, porque sólo entonces se podrá conocer su misterio. «Creer» y conocer van unidos.

Si «creer» quiere decir acoger a Jesús, su palabra y su estilo de vida. ¿Cómo llevo mi fe, cómo la cuido y la alimento?

Y mi envío al mundo, mostrar la luz que es Cristo a otros: ¿Cómo lo vivo? ¿Cómo me dejo tocar por Jesús?

 

¿Qué personas he encontrado en mi camino que se muestran transparentes, que se acercan a Jesús y se dejan «iluminar» por Él?

Del sueño de Daniel (4,27)

“Por tanto, siga Su Majestad mi consejo: actúe con rectitud y no peque más; ponga fin a sus maldades y ocúpese de ayudar a los pobres. Tal vez así pueda seguir viviendo Su Majestad en paz y prosperidad”.

Sed de Dios: in crescendo

Después de un día particularmente fatigoso, fui a dormir muy tarde. Mi mujer ya se había dormido, y yo estaba a punto de abatir-me, cuando el teléfono sonó. Una voz irritada dijo: «Oye, negro, hemos tomado medidas respecto a ti. Antes de la próxima semana maldecirás el día que viniste a Montgomery». Colgué, pero ya no pude dormir. Parecía como si todos los temores me hubieran caído encima de repente. Había llegado el punto de saturación.

Salté de la cama y empecé a caminar por el cuarto. Finalmente entré en la cocina a calentar un bote de café. Estaba dispuesto a abandonarlo todo. Probé de pensar en una manera de esfumarme de todo aquellos mensajes sin parecer un cobarde. En ese estado de abatimiento, cuando mi coraje casi había muerto, determiné el presentar mi problema a Dios. Con la cabeza entre las manos, me incliné sobre la mesa de la cocina rezando en voz alta. Las palabras que decía a Dios esa noche son aún vivas en mi memoria. «Estoy aquí tomando posición por lo que creo que es la justicia. Pero ahora tengo miedo. La gente me elige para que sea su capitán y, si me presento delante de ellos falto de fuerza y coraje, también ellos se abatirán. Estoy al límite de mis fuerzas. No me queda nada. He llegado al punto en que ya no puedo hacer frente yo solo».

En aquellos instantes experimenté la presencia de la divinidad como nunca antes de entonces no la había experimentado. Parecía como si pudiera sentir la seguridad calmante de una voz interior que me decía: «Toma posición por la justicia, toma posición por la verdad. Dios está a tu lado siempre». Casi al acto sentí que los temores me abandonaban. Desapareció mi incertidumbre. La situación exterior continuaba siendo la misma, pero Dios me había dado la calma interior.

                                                                                                                                                                                                               (Martin Luther King)