Por Miguel Ángel Álvarez.
«Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte.» (Mt 5,13-14)
En el pasado mes, traía un versículo de la parábola del sembrador que nos invitaba a ser tierra buena para acoger la semilla de la Palabra de Dios. Hoy te ofrezco meditar otra imagen evangélica muy sugerente y conocida: la sal y la luz. El evangelista Mateo la coloca en el conocido como Sermón de la montaña. Jesús está enseñando a sus discípulos. Hay también una muchedumbre rodeándolo. Acaba de pronunciar las bienaventuranzas. Y ahora les exhorta a ser como la sal y la luz. Ambas nos recuerdan que, si no cumplen su función, pierden su sentido. ¿Acaso sirve para algo una sal que no sala o una luz que no alumbra porque está oculta? No.
Siguiendo la lógica de la comparación, Jesús quiere que sus discípulos sean significativos en su entorno. No tiene mucho sentido un discípulo que no dé sabor con su vida o que no alumbre a su alrededor. Y saca la concusión, pidiéndoles que «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).
Llévalo ahora a tu vida e interrógate: ¿qué descubre la gente a tu alrededor cuando te ve? ¿Eres capaz de iluminar con tus obras y tu testimonio? ¿O acaso estás viviendo una fe descafeinada, como una pequeña luz mortecina o como que ha perdido su sabor? Si es así, plantéate un cambio en tu vida cristiana. Jesús te lo pide; estás llamado a ser sal de la tierra y luz del mundo.