“Entonces, gritando fuertemente, se taparon sus oídos y se precipitaron todos a una sobre él; le echaron fuera de la ciudad y empezaron a apedrearle. Los testigos pusieron sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo. Mientras le apedreaban, Esteban hacía esta invocación: «Señor Jesús, recibe mi espíritu»” (Hch 7, 57-59)
En este tiempo de Pascua, en el que estamos leyendo la vida de las primeras comunidades cristianas, con sus dificultades y sus primeras persecuciones sufridas, me venía a la mente leyendo la historia Esteban una imagen que ha sido portada en numerosos medios de comunicación el pasado 28 de febrero: la monja Ann Rose Nu Tawng, de 45 años, arrodillada en la ciudad de Myitkyina, en el norte de Myanmar, frente a varios policías para proteger a unos niños y residentes. «Si realmente necesitan matar, mejor dispárenme a mí, por favor, daré mi vida», les dijo la monja a las fuerzas de seguridad.
Entre la vida de Esteban, el primer protomártir, y la de esta Ann Rose, más de veinte siglos después, encontramos una historia ininterrumpida de sangre derramada de tantos cristianos en todo el mundo y en todas las épocas por dar testimonio de la propia fe y defender a los más desfavorecidos. Sus vidas, sus ejemplos, son una llamada a plantearnos la coherencia y la radicalidad con la que vivimos nuestra opción cristiana. El seguimiento de Jesús está muy lejos de ser un hermoso cuento de princesas y caballeros con final feliz. No podemos cantar Aleluya en este tiempo y olvidar que el Resucitado es el mismo que fue crucificado; no podemos vivir como resucitados sin aceptar la llamada del Señor a anunciarlo con nuestra vida, aunque eso nos ponga a veces -como a Esteban- a los pies de otros Saulos. ¡Feliz Pascua!