«En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús» (Jn 1, 35-37)
Después de haber presentado a Juan el Bautista, la primera escena que trae el evangelista Juan es esta. Jesús pasa y aquel se lo señala a dos de sus discípulos. Una escueta frase -“Este es el Cordero de Dios”- les basta. Y ellos, continúa el relato, oyendo sus palabras, siguieron a Jesús. El Bautista le revela la identidad de aquel hombre. No les comunica nada de su mensaje ni de forma de ser ni de sus acciones; sólo quién es.
En estos dos discípulos nos podemos ver identificados cada uno de nosotros. Como a ellos dos, alguien (la familia, los amigos, una circunstancia, una persona particular…) nos señaló un día a Jesús; como en aquellos discípulos, hemos descubierto que no buscábamos una ideología, ni una forma de vivir, ni una moral… Buscábamos a aquel sobre el que asentar nuestra vida, aquel que le diera sentido. Y como en el caso de aquellos discípulos, un día fuimos y seguimos al Señor. La vida cristiana es, así, el fruto de un encuentro personal, de un tú que se siente interpelado por el Tú, Jesucristo, a quien lo confesamos como el Señor, el enviado de Dios, nuestra Salvación.
Y fascinados por su persona, atraídos por Jesús, dejamos otras alternativas y opciones para seguirlo y sentirnos identificados con Él. Si no hay esta fascinación, este encuentro en lo más profundo de mi ser, la fe termina siendo una superestructura, un añadido más o menos decorativo, pero que ni transforma ni cambia. Y que termina por desvanecerse.
Hemos iniciado un nuevo año; con los ojos fijos en Jesús, ¡síguele!