«Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20,28-29).
Seguimos en tiempo pascual. La alegría por la resurrección se mezcla con la difícil situación que estamos viviendo y con las propias dificultades que podemos experimentar en nuestra vida creyente en ocasiones para creer en el Resucitado. ¿O acaso nunca has dudado en tu fe?
No hay que tener miedo de ello ni sentirse culpable por dudar. El ejemplo de Tomás nos consuela e ilumina nuestras propias dudas. Él es el modelo del cristiano de la segunda generación, del que carece de la experiencia pascual y al que no le es suficiente la experiencia de la comunidad cristiana para creer.
Exige una prueba empírica que confirme el testimonio de aquellos que le han trasmitido la fe. Quiere apoyar su fe en su propia experiencia del Resucitado. Es una situación con la que nos podemos identificar todos en algún momento. Entonces, Cristo se hace presente; y lo hace en medio de la comunidad reunida. Es ahí donde se le puede reconocer. Como les había dicho en su momento, «donde o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Y en ese momento, Tomás pronuncia la confesión de fe más hermosa de todo
el Nuevo Testamento: Señor mío, Dios mío.
La respuesta de Jesús es una bienaventuranza: “Bienaventurados los que crean sin haber visto”. El verdadero milagro no es ver al Resucitado, sino la manifestación salvadora, liberadora de Dios Padre en su Hijo Jesucristo, que derrama su paz a través de su Espíritu, como recordamos en Pentecostés. Actuando así, Dios nos libera de nuestro propio egoísmo, de pensar solo en nosotros mismos, y nos posibilita amar al prójimo hasta el don total, como hizo Jesús.