Todo comenzó con 15 años. Estábamos en catequesis de confirmación cuando el párroco entró en la sala donde nos encontrábamos un grupo de adolescentes con nuestra catequista, y nos dijo que si queríamos, el próximo viernes, podríamos participar en las jornadas de puertas abiertas del seminario diocesano de Sevilla. Aceptamos la invitación y fuimos a la siguiente semana. Y estando allí, sentí algo que hasta hoy no soy capaz de explicar. Nada más llegar a mi casa, le dije a mis padres que quería ser cura, cosa que no les hizo gracia. Pasaron los años y con 18 años, mientras preparaba la selectividad, recibí la llamada del rector del seminario ofreciéndome seriamente entrar en el seminario. Acto seguido de la invitación, colgué, apagué el teléfono y lo tiré detrás de la cama. Sentí un miedo terrible. Fue como si me cayera un cubo de agua helada. Hice selectividad y entré en la universidad para comenzar el grado en enfermería. Y estando de prácticas en el hospital, descubrí que, por mucho que yo quisiera huir de Dios y dar prioridad a mis planes, la felicidad verdadera está solo en seguirle a Él. Llevar a Dios a los enfermos me abrió los ojos para poder decirle que sí a Dios. Cuando se lo dije a mis amigos todos se alegraron mucho. A mis padres les costó comprenderlo, pero lo entendieron y hoy están muy contentos de tener un hijo escogido para esta vida. Terminé la carrera de enfermería y, al año siguiente, entré en el seminario diocesano de la ciudad de Sevilla. Han pasado ya tres años, y puedo asegurar que no me arrepiento de nada. En estos tres años he descubierto todo lo feliz que uno puede llegar a ser poniéndose en las manos de Dios. Soy enfermero y, pronto, también sacerdote.
Alejandro Morillo Carmona
Seminarista del Seminario Metropolitano de Sevilla