Antonio César Fernández Fernández falleció el 15 de febrero. Tenía 72 años de edad y había cumplido los 55 de salesiano y los 46 de sacerdote.
Antonio César Fernández Fernández, nacido en Pozoblanco el 7 de julio de 1946, fue misionero en diversos países de África desde 1982, siendo fundador en dicho año de la presencia salesiana en Togo, siendo su primer destino. A lo largo de su trayectoria trabajó como maestro de novicios (1988 – 1998) y ejerció, entre otras funciones, como delegado de la AFO en el Capítulo General 25 (2002). En la actualidad ejercía su ministerio en Burkina Faso. Tenía 72 años de edad y había cumplido los 55 de salesiano y los 46 de sacerdote.
Que el Señor Resucitado acoja con ternura al hermano Antonio César entre todos aquellos que han entregado su vida a la misión salesiana, y que María Auxiliadora, a la que tanto amó, lo acoja con el cariño de Buena Madre del cielo.
Que descanse en paz.
A César, mi hermano salesiano, lo mataron
Ya era héroe, aunque no le hubieran matado de tres balazos los enemigos de Dios, y de los hombres. César fue de los primeros (1982) que sembraron la semilla de la fe, en clave salesiana, en una parte de África. La simiente fue buena, regada con mucho sudor, alguna lágrima y toda su sangre. Pero la cosecha es espléndida.
Lo sacaron del coche junto a otros dos salesianos y en la floresta lo acribillaron. ¿Oyeron los tiros los otros dos salesianos y creyeron que irían tras él? No tengo datos, pero seguro que estarían dispuestos. Esa actitud es la maravillosa realidad de la Iglesia, de miles y miles de cristianos de todas las culturas y lugares-sacerdotes, religiosos, catequistas o cristianos «de a pie»-, que están dispuestos a dar su vida, su sangre y energías, por extender el reino de amor sobre la tierra. Solo les falta una bala y quien apriete el gatillo alguno de los que acumulan tanto odio … Serían miles y miles los que regarían con su sangre la tierra que cultivan con tanto heroísmo.
¿Cómo estamos tan informados sobre la maldad y crueldad del corazón humano y de tantos pecados, y tan poco informados de las heroicidades de muchos, cristianos y no cristianos?
Los que nos codeamos con tanta gente maravillosa, nos enojamos, no sólo ante los criminales, delincuentes y «desentendidos» de los problemas del mundo, sino también porque nos tragamos tantas noticias de maldades, nos acostumbramos al triunfo aparente del mal y vivimos como anestesiados o miedosos, refugiados en nuestras ignorancias y cobardías, en nuestros templos tan «acogedores», y en nuestros grupos «cálidos», auténticas dormideras, peceras donde nos movemos haciendo mil piruetas «religiosas», atractivas por coloreadas, en que entretenemos, nos entretenemos, y donde morimos sin alimentar en nada, con nada, a los más necesitados de todo. Ay nuestras espiritualidades sin espíritu, sin alma, sin el fuego pentecostal que quiere hacernos saltar hacia las periferias de los hermanos sin pan sin cultura, sin medicinas, sin fe, sin voz … «Caín, Caín, ¿qué has hecho de tu hermano?»
Hay delincuentes porque destruyen vidas y llenan de cruces nuestras calles, y los hay porque llenan su cuerpo y calle de cruces, pero no destruyen las cruces de tantos hermanos.
Es una constatación y un lamento muy universales, que ya expresaba el poeta español: «En tiempo de las bárbaras naciones, colgaban de las cruces los ladrones, pero ahora en el siglo de las luces, del cuello del ladrón cuelgan las cruces».
¡Gloria a nuestros héroes, a tanto César, hechos a imagen y semejanza de ese Dios, que crea hombres con tanta humanidad, y que dan su vida, cruenta o incruenta, por amor!
César era mi hermano de la Inspectoría Sevilla. Nos encontramos varias en mi pueblo de Salamanca, donde vivían familiares suyos; nos encontramos en Madrid y en África donde él sembró su vida. Su rostro, sus palabras, las palabras todas de los otros, hablaban unánimemente de su calidad humana, de su estilo salesiano, de sus opciones siempre en salida y hacia las periferias.
No sabemos si le quitaron la vida por ser sacerdote, religioso o por su fe, sí sabemos que perdió, o mejor, dio su vida por la fe y el amor; sin duda por eso se fue al África. Allí, el pecado criminal de sangre, le adelantó la VIDA y la felicidad. «Oh feliz pecado», cantamos en la Liturgia de la Noche Pascual…
Seguro que, desde el cielo, nos traerá más vocaciones y las formará mejor incluso que cuando fue Padre Maestro por tantos años allá en Togo. Sus novicios de entonces ¿no verán ahora la coherencia de sus enseñanzas? “Nadie ama más que el que da la vida por sus amigos”, dijo Cristo. Y yo me permito añadir: “ama más quien da su vida incluso por sus enemigos”.
Gracias, César, ruega por nosotros.