Hace unos años fui invitado a dar una charla en la Universidad de Zaragoza para los alumnos de Historia del Arte. Estaban hablando del arte islámico y, al parecer, tenían dudas sobre la fe islámica y sobre cómo los musulmanes conciben las manifestaciones artísticas. Acudí a la clase con un Corán y una Biblia. Dejé que comenzaran haciéndome preguntas que fui escribiendo en la pizarra para abordarlas posteriormente.
Se interrogaban por el motivo que lleva a los musulmanes a no poner imágenes en las mezquitas; también se extrañaban que Juan Bautista, el arcángel San Gabriel, la Virgen y el mismísimo Jesús aparecieran en el Corán. A partir de este punto surgieron preguntas sobre conceptos como Mesías, Encarnación, Trinidad…
No entendían –manifestaban- por qué los musulmanes entran en las mezquitas descalzos o por qué los judíos se cubren la cabeza en la sinagoga mientras que los cristianos no hacen ni una cosa ni otra en sus templos. De allí derivaron al mito bíblico de la Creación. Preguntaban si era posible ser cristiano y creer que el mundo hubiera sido hecho en siete días y que descendiéramos de una pareja llamada Adán y Eva. Les dije que eso no era así, que se trataba de un mito de los orígenes, que es algo común en todas las religiones de la época como la de Egipto y Babilonia, que Adán significa “hombre” y Eva significa “madre”. También les dije que no se podía ser una persona religiosa e ir en contra de los descubrimientos científicos.
La charla fue animada y las preguntas se multiplicaban mientras los estudiantes iban tomando nota de todo aquello, que se les antojaba absolutamente nuevo. Cuando al cabo de dos horas sonó el timbre fueron varios los alumnos que se acercaron para darme las gracias por aquel encuentro.
Constaté que la mayoría de aquellos universitarios -preparados, bilingües todos y expertos informáticos- tenía una formación teológica que, a lo sumo, no pasaba de la de cualquier niño de primera comunión.
Me ha venido a la memoria aquella charla en la Universidad cuando en estos días la clase de Religión se pone de nuevo en el candelero y se convierte en un arma arrojadiza para posicionarse políticamente. La he recordado ahora, cuando han extraditado a los militares sospechosos del asesinato de Ignacio Ellacuría y sus compañeros, mártires en El Salvador por haber denunciado la injusticia.
“Quien quiera Religión -decía hace pocos días un político- que vaya a su parroquia, la Religión es algo que se puede mover únicamente en el ámbito de lo personal”.
Y es ahí donde creo que está el error: considerar la religión como algo personal. La religión es un hecho público, lo personal es la fe. La religión impregna el arte, la cultura y la vida de muchas personas, también de los no creyentes.
Pensaba yo qué le hubiera ocurrido a Ellacuría y a sus hermanos jesuitas si en El Salvador se hubieran movido en el ámbito de lo puramente personal; seguramente no les hubieran matado; sin embargo, su fe personal les llevó a la opción por los pobres y a denunciar –y eso sí que es público- la injusticia de la dictadura. Su sangre fue fermento de vida. Hoy no se puede entender la historia de América Latina, ya sin dictaduras militares, sin saber el papel de la Teología de la Liberación y de la vida de monseñor Romero, por ejemplo y la de tantos mártires cristianos. Como no se puede entender el problema del Tibet sin conocer para nada el pensamiento budista. Tampoco acabaremos de entender el ateísmo del cine de Woody Allen o el judaísmo militante de Spielberg si no sabemos nada de estas formas de pensamiento. Es más, no podremos atisbar qué expresa nuestra Semana Santa ni nuestras devociones a las diversas advocaciones de la Virgen si desconocemos el Evangelio de Jesús. Por no hablar del arte, las tradiciones, la cronología, la cultura, y de tantas y tantas cosas que dan forma a nuestra vida y que no podremos comprender si prescindimos del hecho religioso.
Tampoco podremos ser críticos con las barbaridades que en nombre de Dios y de la Religión ha hecho el ser humano en la Historia, cuando ha antepuesto la Ley religiosa a la dignidad humana. El mismo Jesús de Nazaret fue una víctima de ese fanatismo religioso.
No, la Religión no es un hecho privado, es social. Lo personal es la fe. La fe no se puede imponer; pero el hecho religioso se debe aprender y esto comporta estudio para entenderlo. El menosprecio del hecho religioso, el apartarlo del mundo de la Escuela, de la reflexión cultural y quererlo relegar a las sacristías, o a las mezquitas o a las sinagogas o pagodas lleva al fanatismo, a la intransigencia, a la incultura y a la intolerancia. No se trata de enseñar catecismo, como querrían algunos, ni de prescindir de cuajo de lo religioso, como quieren otros; se trata de aprender con respeto el hecho religioso desde la cultura y desde la profundidad.
Por eso -y sé que es un sueño- soy partidario de la Clase de Cultura Religiosa en la escuela, una clase hecha por todos y para todos, como la Historia o la Filosofía, con un programa diseñado por especialistas y pedagogos, impartida por licenciados en Teología que a la escuela pública accedan con oposiciones, no con nombramientos hechos desde la Iglesia.
Ni catequesis, ni desaparición de la religión en la Escuela. La opción, creo yo, debe ser la Cultura Religiosa o la Historia de las Religiones. Esta asignatura debería, entiendo yo, ser cursada por todos.
En un mundo como el nuestro, mestizo, plural, intercultural, prescindir del hecho religioso (fíjense bien que no les digo Religión Católica), es condenar a que nuestros chavales nunca puedan entender el arte, la cultura y lo significativo de vidas como la de Monseñor Romero, por ejemplo. Prescindiendo de la religión en el ámbito de la educación se corre otro riesgo: crear un fanatismo laicista que suele ser tan grave y rancio como el fanatismo religioso.
España es el único país de la Comunidad Europea en el que la Teología queda al margen de las universidades del Estado. De seguir así, la relación de la Religión con la cultura será como la de la saga “Torrente” con el cine.