“Me formaron en la afectividad y esto era una característica de Don Bosco”. Estas palabras improvisadas del papa Francisco en su visita a Turín, el 21 de junio de 2015, son un agradecimiento a los salesianos. Las dijo un pontífice que, en más de una ocasión, ha exhortado a los cristianos a no tener miedo a manifestar el cariño. Es un buen recordatorio porque el amor no puede reducirse a un mero mandato o a un eslogan de conducta sino que tiene que manifestarse en palabras y gestos expresivos. El amor no se sobreentiende. Se vive en mi actitud hacia los demás.
El amor y la afectividad van juntos. Los recuerdos de adolescencia del papa resaltan este carisma de Don Bosco: “Con el amor formaba la afectividad, hacía natural la afectividad de los chicos, que le llevábamos flores a la Virgen”. Sin embargo, en nuestras sociedades occidentales, tan satisfechas de sí mismas, la afectividad es para algunos una manifestación de debilidad. Ciertas teorías dominantes insisten, a cualquier edad, en predicar la autonomía y la autosuficiencia en grado máximo. Los que entienden así la vida solo la conciben como una continua competición en la que el otro es un rival o un enemigo. En cambio, la afectividad que transmite un cristiano, hay que contemplarla desde el amor misericordioso de Dios. Sin ese amor no se podría entender el itinerario vital de Don Bosco y de muchos de los grandes santos. En el amor misericordioso cabría encontrar tres rasgos. En primer lugar, el respeto. Tengo que dejar que los demás sean distintos, porque tengo que quererlos con sus diferencias y debilidades. En segundo lugar, la comprensión que supone intentar justificar a los demás. Yo no he sido constituido en su juez. Por último, está el perdón, pues no puedo privar a nadie de mi amor y debo desear el bien a todo el mundo. No cabe duda de que esto lo vivió el fundador de los salesianos.
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