Las nuevas formas de terrorismo están resultando cada vez más desconcertantes y salvajes. Al hecho de que a los terroristas no les importe perder la vida, se une la utilización de medios cada vez más rocambolescos: atropellos, autoinmolaciones, disparos indiscriminados, martillazos, apuñalamientos…
Este terrorismo no elige víctimas con una relevancia política o social; lo único que busca es provocar cuantas más muertes mejor. Por eso los concurridos espacios se han convertido en lugares en los que la seguridad y el miedo se están incrementando.
Pero cada vez que el terrorismo saca lo peor de los verdugos, saca también lo mejor de la mayoría de las personas. Y es que las personas son fundamentalmente buenas.
Así sabemos de gente que se ha apresurado a abrir la puerta de su casa para refugiar a hombres y mujeres que huían del horror, hemos visto consolar y abrazar a los que estaban sufriendo la pérdida de un ser querido; los hospitales han recibido con frecuencia gente que hacía cola para dar sangre a los heridos de los atentados. Otros se han acercado a los heridos para estar a su lado hasta que llegaran las asistencias. Ha habido quien ha dejado su móvil, su coche o su casa para paliar el mal que unos habían sembrado.
Es cierto que el terrorismo hace que muchas personas desconfíen de la nobleza de la condición humana. Y es que hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece. Pero esas expresiones de odio sin sentido no tienen que hacernos perder el norte: la gente es mayoritariamente buena.
Echevería era un cristiano militante. En el seno de su familia fue educado en los valores del evangelio; el amor, la trascendencia, el perdón, la misericordia y la defensa de los oprimidos, características del mensaje de Jesús de Nazaret, los había asimilado por la ósmosis de la transmisión en casa, de la participación en la Eucaristía y de la militancia en un grupo de Acción católica de Adultos. Su actuación el día de su muerte fue el signo de una coherencia extraordinaria con el credo que profesaba.
A Ignacio le han llamado el héroe del monopatín. Creo que es hoy una referencia, un símbolo de tantos hombres y mujeres que, armados de sencillez, se encaran con la fatalidad para salvar la vida de otros. Ahí les tenemos, educadores y educadoras, monitores y monitoras de tiempo libre, voluntarios y voluntarias, ONGs, organizaciones solidarias, profesionales de la sanidad, del periodismo y de muchas disciplinas que se desviven entre refugiados y víctimas, parroquias que acogen a indigentes y mendigos, misioneros y misioneras que dejan todo y van a vivir donde nadie quiere vivir, jubilados que regalan su tiempo a causas justas… Son gente buena, personas que entienden la vida desde la donación, la entrega y la generosidad.
No, la perversión del terrorismo no podrá hacernos dimitir de nuestra condición humana. Podemos ser buena gente; hay mucha buena gente, héroes de la bondad cotidiana, capaces de echarle valor y amor a la vida, enarbolando el corazón como quien desafía la fatalidad blandiendo con orgullo un monopatín.