Evangelio LC 18, 1-8
Narrador: En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo había que rezar sin desanimarse, les propuso una parábola.
Discípulo1: Maestro, enséñanos a orar. Nos has dicho muchas veces cómo hay que rezar, pero no da resultado.
Discípulo2: Yo empiezo a desilusionarme, ¿seguro que no te equivocaste al enseñarnos a rezar?
Jesús: Vale, os lo repetiré a ver si ahora queda claro. Para rezar debéis decir «Padre nuestro, que estás en el cielo…»
Discípulo1: ¡Eso, Jesús, ya lo sabemos! Lo hemos rezado así muchas veces.
Discípulo2: Pero Dios no nos escucha.
Jesús: Tenéis que seguir rezando… ¡sin desanimaros! Sentaos aquí, os voy a contar una parábola: «Había una vez un juez en una ciudad que no tenía respeto a Dios ni a los hombres»
Discípulo1: ¡Menuda pieza, vaya caradura!
Jesús: «En la misma ciudad había una mujer viuda que lloraba ante el juez, diciendo:
Viuda: ¡Por favor, te lo ruego, hazme justicia frente a mi adversario!
Jesús: «Pero el juez se negaba una y otra vez, hasta que un día pensó:
Juez: Aunque no temo a Dios, ni me importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no sea que acabe por pegarme en la cara.
Jesús: «Fijaos en lo que le dice el juez injusto a la viuda»
Juez: Está bien, está bien. Anda, ven conmigo y te haré justicia.
Jesús: ¿Creéis que Dios no os escuchará a vosotros si le llamáis día y noche? ¿Va a daros largas?
Discípulo2: Entonces, ¿hay que insistir más y más, para que Dios Padre nos haga caso?
Discípulo1: ¡Pues ya verá el Padre Dios lo pesado que me pongo! ¿Seguro que nos escuchará?
Jesús: Seguro, y os hará justicia sin tardar.
Discípulo2: Es muy difícil pedir al padre con tanta Fe.
Discípulo 1: Además, nunca sabemos si él está de acuerdo con lo que le pedimos.
Jesús: Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta Fe tan grande en la tierra?
Narrador: Si somos cristianos, debemos rezar siempre y mucho. Para que cuando veamos de nuevo a Jesús, al fin de los tiempos, podamos acogerlo y reconocerlo. Y él seguro que se acordará de nosotros.
Jesús nos pone un ejemplo para que comprendamos que la oración debe ser insistente, constante, habitual: En un pueblo había un juez injusto. Una mujer viuda iba cada día a decirle: ¡Hazme justicia contra quien me trata mal! Pero el juez no la hacía caso. No obstante, ella insistía y todos los días le pedía justicia. Por fin, el juez, cansado de la mujer, atendió su reclamación. Si habláis a vuestro Padre Dios cada día os hará justicia. No os canséis.
Señor, no sé qué hago aquí…, pero estoy contigo y eso me basta.
Y yo sé que estás aquí, delante de mí.
Después de verme a mí, te veo a Ti
y entonces, al contemplar tu misericordia que no me rechaza,
mi alma se consuela y es feliz.
Señor, dame un corazón grande
para poder corresponder un poquito
al inmenso amor que me tienes.