Toda persona llega a ser lo que es por los encuentros que se han producido en su vida. Cada momento de encuentro nos enriquece y nos nutre en una experiencia única e irrepetible. Nos forma, nos funda; nos redirige o nos reubica.
Los trabajadores que desarrollamos nuestra actividad en los servicios centrales en la Fundación Don Bosco hemos vivido un día muy especial. Especial por lo diferente a nuestra actividad diaria; especial por lo sencillo y radical de los encuentros que hemos tenido la suerte de poder disfrutar.
Cada año en Cuaresma se nos concede un tiempo para prepararnos a celebrar el encuentro con el Jesús crucificado y resucitado. Es un momento para preparar el corazón a este Misterio. Nuestra experiencia en este inicio de cuaresma ha sido rica y abundante en encuentros.
Encuentros con realidades muy cercanas a cualquiera de nosotros, a pocos metros de distancia, que a la vez pueden pasar desapercibidas cuando se está tan ocupado que no hay tiempo para mirar; cuando no hay tiempo para encontrarse.
La exhortación apostólica Christus Vivit nos invita a mirar los brazos abiertos de Cristo crucificado y dejarnos salvar por él. El encuentro con el Dios cristiano no es un encuentro cualquiera, con un Dios sin rostro, lejano y desconocido. Muy al contrario, Dios toma la iniciativa y sale a nuestro encuentro en forma de personas concretas con experiencias duras y difíciles que nos sacuden la vida.
Es el caso de la primera visita de la jornada. La casa de acogida “Madre del Redentor” de Cáritas.
Encontrarse con la realidad del sinhogarismo es un reto para todos aquellos que vivimos instalados en una “seguridad relativa”. Son personas valiosas con deseos sencillos. Hemos podido escuchar testimonios de superviviencia y resiliencia ante las dificultades y hemos podido compartir con los trabajadores del centro, opciones comunes y evangélicas por los últimos.
Porque es, en éstos últimos, desde donde nos reconocemos y nos encontramos; desde donde se nos permite mirar, tocar y encontrarnos con Cristo en tantas personas que sufren.
O con personas cuyas opciones personales de entrega total a Dios y a los demás nos inspiran y nos confortan, como así ha sido en la segunda visita que hemos realizado. El encuentro con las Madres Clarisas en su convento de Santa Clara. Mujeres que hacen un alto en sus quehaceres diarios para darnos a conocer una realidad muy desconocida: la vida contemplativa.
Hemos escuchado testimonios de fe sencillos, llamadas a servir a los demás sin estridencias. Sin pompa ni boato, desde la normalidad, la serenidad y la inmensa alegría que transmiten. Esa alegría serena del que sabe que ha encontrado su lugar en el mundo.
Mujeres que vivían sus vidas con “vacíos por dentro” y que solo se llenaron en su encuentro con Dios. Mujeres cercanas a las necesidades y al sufrimiento del mundo; que nos recuerdan que la oración no es un momento tenso al que llegar mentalmente dispuesto y libre de carga, sino una forma de encontrarse con Dios durante todo el día, con actitudes constantes y sencillas.
Finalizamos la jornada con el tercer encuentro con Dios, esta vez en la celebración de la Eucaristía. Fue el broche final a un día lleno de encuentros trascendentes que nos van conformando como equipo y nos prepara para la próxima fiesta de la Pascua.