El valor del compromiso

23 octubre 2017

Los medios de comunicación tan abundantes en la actualidad nos ofrecen noticias de violencia, guerras, corrupciones,… Sin embargo en contadas ocasiones nos hablan de tantas personas que entregan su vida o un tiempo precioso de su jornada a los más desfavorecidos.

Esa entrega a los demás se puede producir en diferentes ámbitos en nuestro pueblo, barrio o ciudad. Algunos echan la vista más lejos e intentan llegar hasta otros lugares del mundo donde pueden apoyar causas justas y humanas. 
 
Don Bosco ya envío a los salesianos por diversos lugares del planeta y así la obra salesiana aparece en los países más recónditos. Se debe admirar su labor que desarrolla diferentes proyectos en países pobres o en vías de desarrollo. 
 
En mi caso, tras estudiar once años en colegios salesianos, al jubilarme, tras treinta y ocho años dedicado a la docencia en todos los niveles de la enseñanza pública desde Primaria hasta la Universidad, quise materializar una de mis ilusiones, ahora que disponía de tiempo: acudir a algún país en vías de desarrollo para ayudar en lo que he realizado toda mi vida, enseñar. 

Así que hablé con mi buen amigo Josan Montull, en la actualidad director de la comunidad de Huesca, y con el padre Cristóbal, responsable de inspectoría, que consideraron que por mi formación podría apoyar en la Universidad Salesiana de Bolivia. 

El viaje en avión se hizo duro, tras doce horas en reducido espacio. Primera escala en Santa Cruz y otro vuelo que te lleva hasta El Alto a 4000 metros. Allí me estaban esperando en el aeropuerto los dos únicos salesianos destinados en esta universidad, el rector padre Corona, mexicano, y el padre Marcelo, boliviano. 

La universidad se encuentra a 3800 metros de altitud y los dos primeros días pagué el no hacer caso a los consejos. El mal de altura o “soroche” me llegó y lo pase mal: dolor de cabeza, fiebre, enfriamiento, gastritis. A pesar de todo no guarde cama. 

Otro problema fue en los días siguientes que no había calefacción ni en las clases ni en la residencia. Durante el día la temperatura no es excesivamente fría, pero por la noche puede bajar a los dos o tres grados. Así que mantas y edredón y al final me acostumbré. 

La universidad se ubica en el barrio de Achachicala en la zona Norte de la Paz. Las casas son de ladrillo y no están pintadas. Los edificios se empiezan a construir pero nunca se terminan. Asisten a ella muchos alumnos en turnos de mañana y noche, los de este turno tras haber trabajado ocho o más horas y algunos llegan cansados. La universidad realiza una gran labor social y académica con estos jóvenes. Con una parte de lo que ganan en su trabajo pueden pagar sus estudios. Normalmente los precios de las carreras no son altos, incluso los que no pueden llegar a pagar la matrícula entera se les da una beca a cambio de que colaboren en el mantenimiento de las instalaciones o en algún trabajo puntual. 
 
A esta universidad acuden en torno a cinco mil alumnos que estudian cinco carreras. Yo colaboré en la de Sicomotricidad, Salud, Educación y Deportes y también en los posgrados y a maestrías de los docentes  que luego se dedican a la docencia. 

En el turno de tarde, los alumnos cenan en el aula pues si no, no pueden hacerlo. Ellos se traen sus alimentos que consumen mientras se imparte la docencia. Sin embargo son muy respetuosos con el profesor. Hay jóvenes universitarias que han sido mamas y traen su bebes a clase pues no los pueden dejar al cuidado de nadie. A veces el niño llora y en el aula las explicaciones del profesor se mezclan con los llantos. Los compañeros les apoyan y se turnan, normalmente las chicas, para cuidar al bebe, además de la madre. 

Recuerdo que una de estas jóvenes  madres me comentó que el padre del niño se desentendió de él y que ella estaba sacando adelante al hijo trabajando y estudiando. Otro alumno de Los Yungas me explicó que se pagaba sus estudios trabajando de minero en sus vacaciones.

A pesar de todas estas circunstancias, los alumnos son muy agradecidos y valoran a sus profesores. En sus ojos se adivina el afán por aprender y por construir una sociedad más justa y solidaria.

En las últimas tres semanas de mi estancia me acompañó mi esposa que impartió clases en un centro de primaria y en el centro ocupacional Lurañani, ambos vinculados a la obra salesiana. 

En la despedida en la universidad, con los profesores, con los alumnos, en la comunidad, con personas que conocí, terminé con lágrimas en los ojos. Vine a enseñar y fui  yo el que aprendí de todos ellos. 

Y aprendí una lección importante, el valor del compromiso, que a pasar de las dificultades nos enriquece como personas. Y una conclusión: dejemos un tiempo de nuestras vidas para los demás y construiremos un mundo más justo, más solidario y más humano. Y agradecer la magnífica labor que desarrollan los salesianos por los cinco continentes. 

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