En aquel tiempo, dijo Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre.»
La relación del pastor-Jesús con las ovejas-pueblo es una relación personal y recíproca de conocimiento profundo e íntimo (conozco a las mías y ellas me conocen a mí). Conocer a Jesús significa experimentar su amor e identificarse con su persona y actividad. Esta relación de conocimiento-amor es tan profunda que Jesús la compara a la que existe entre él y el Padre.
– ¿Cómo son mis actitudes de pastor respecto a todas aquellas personas que, de una u otra manera, dependen de mis cuidados? ¿Me comporto como el pastor asalariado a quien no le interesan sus ovejas? ¿Conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a mí?
– ¿Conozco a Jesús? ¿Es Él el que me da la vida? ¿Lo siento como mi “buen pastor”?
El Señor es mi Pastor
El Señor es mi pastor;
nada me falta.
Me hace descansar en verdes pastos,
me guía a arroyos de tranquilas aguas,
me da nuevas fuerzas
y me lleva por caminos rectos
haciendo honor a su nombre.
Aunque pase por el más oscuro de los valles,
no temeré peligro alguno,
porque tú, Señor, estás conmigo;
tu vara y tu cayado me inspiran confianza.
Me has preparado un banquete
ante los ojos de mis enemigos;
has vertido perfume sobre mi cabeza
y has llenado mi copa a rebosar.
Tu bondad y tu amor me acompañan
a lo largo de mis días,
y en tu casa, oh Señor, por siempre viviré.
Abre mis ojos, Señor,
como abriste los ojos de los de Emaús,
y de los discípulos,
la mañana aquella en que Tú
te acercaste a la orilla de su vida,
al mar donde trabajaban,
sin reconocer que Tú estabas presente.
Dame, Señor, ojos de resurrección.
-No soy orador -se disculpó el sacerdote-, pero ya que usted lo desea, lo haré.
El actor recitó el salmo magníficamente. Su voz y su dicción fueron perfectas. Todos estaban pendientes de sus labios. Al terminar su “actuación” estallaron calurosos aplausos.
Entonces le tocó recitar el salmo al clérigo. Su voz sonaba un tanto áspera y su dicción algo entrecortada. Pero las palabras brotaban como si estuvieran vivas, y el ambiente parecía embargado por un misterio espiritual. Cuando acabó, siguieron unos momentos de silencio reverente; a algunos les asomaban las lágrimas.
El actor se puso en pie y dijo con voz emocionada: -Yo he llegado a vuestros ojos y oídos; pero nuestro sacerdote ha llegado hasta vuestros corazones. La razón es, sencillamente ésta: yo conozco el salmo; ¡pero él conoce al Pastor!