En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros.» Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.» Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo que comer?» Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse. Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto.»
En este ambiente de reunión se presenta Jesús y, a pesar de que estaban hablando de él, se asustan y hasta llegan a sentir miedo. Los sucesos de la Pasión no han podido ser asimilados suficientemente por los seguidores de Jesús. Todavía no logran establecer la relación entre el Jesús con quien ellos convivieron y el Jesús glorioso, y no logran tampoco abrir su conciencia a la misión que les espera. Digamos entonces que “hablar de Jesús”, implica algo más que el simple recuerdo del personaje histórico. De muchos personajes ilustres se habla y se seguirá hablando, incluido el mismo Jesús; sin embargo, ya desde estos primeros días de Pascua, va quedando definido que Jesús no es un tema para una tertulia sin importancia.
Los discípulos creen que se trata de un fantasma; su reacción externa es tal que el mismo Jesús se asombra y corrige: “¿Por qué estáis tan asustados y por qué tenéis esas dudas en vuestro corazón?”.
Aclarar la imagen de Jesús es una exigencia para el discípulo de todos los tiempos, para la misma Iglesia y para cada uno de nosotros hoy. Ciertamente en nuestro contexto actual hay tantas y tan diversas imágenes de Jesús, que no deja de estar siempre presente el riesgo de confundirlo con un fantasma. La “sociedad de consumo religioso” de hoy nos está presentando cada vez con mayor intensidad algunas imágenes totalmente confusas. Aquí está el desafío para el evangelizador de hoy: clarificar su propia imagen de Jesús a fuerza de dejarse penetrar cada vez más por su palabra; por otra parte está el compromiso de ayudar a los hermanos a aclarar esas imágenes de Jesús.
-¿Cómo es mi imagen de Jesús? ¿Lo vivo como una presencia gozosa en mi vida? ¿O tengo dudas y todavía no lo sé distinguir?
de tu pascua y resurrección.
Abre mis ojos para reconocerte vivo
donde menos me lo espero.
Abre mis ojos para confesarte
delante de quienes me pregunten por Ti.
Abre mis ojos, Señor,
como abriste los del ciego.
Abre mis ojos, Señor,
como abriste los ojos de los de Emaús,
y de los discípulos,
la mañana aquella en que Tú
te acercaste a la orilla de su vida,
al mar donde trabajaban,
sin reconocer que Tú estabas presente.
Dame, Señor, ojos de resurrección.
En alemán la palabra “erfahrung”, “erfahren”, expresa un movimiento sobre ruedas, un penetrar en un país, en un territorio, sobre ruedas. Parece que visibiliza de alguna manera que la experiencia no es poseer aquello que se experimenta, sino que la realidad se abre a nosotros, se nos entrega para que nos adentremos en ella, no para apropiárnosla sino para conocerla. El paisaje que atravesamos en coche no se mueve, no lo podemos llevar con nosotros, pero podemos entregarnos a él y quedarnos con su belleza y su dolor, con el mensaje que tiene para nosotros. Podemos escuchar su melodía, su palabra histórica y actual, podemos adentrarnos en el corazón de sus gentes, quedándonos con ellas. Todo ello puede llegar a transformarnos por dentro, puede influir en el rumbo de nuestra vida y abrirnos a horizontes insospechados, pero el paisaje sigue ahí, íntegro, inagotable en sus misterios y mensajes para quien lo quiere experimentar.
Dios es el paisaje en el que nosotros nos adentramos a lo largo de la vida, lo atravesamos como se atraviesa un campo, una región, un país. Dios no nos entrega su misterio y en algunos instantes eternos nos hace percibir su melodía hecha de palabra y de viento desnudante. Toda nuestra vida es como un viaje a través del campo de Dios. La experiencia de Dios tiene muchas facetas, son las innumerables variantes de percibir la vida, de tener conciencia de que estamos viviendo, con todo lo que esto tiene de dramático y feliz.
Para los cristianos este paisaje se confunde con el guía que nos acompaña en nuestra trayectoria, incursión en Dios, Cristo. Jesús se convierte en lugar definitivo del encuentro.
(Cristina Kaufmann, “La fascinación de una presencia”)